La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Resulta curiosa la condescendencia con la que se suele tratar a Madonna. Como ocurre, por ejemplo, en España con Alaska, semeja que con la ambición rubia hubiera que andar con pinzas y el aplauso preparado, no vaya a ser que se quede como un reaccionario poniendo en duda su supuesta modernidad. Que no haya sacado un buen disco (álbum completo, se entiende) desde el histórico Like a Virgin de 1984 (o, bueno, bajando un poco el listón, desde Like a Prayer) debe ser una anécdota sin importancia. Y que su mérito vaya más por las canciones sueltas, el oportunismo y un rizar el rizo de la provocación (que si la religión, que si el sado, que si Evita Perón, que si la Guerra Irak… aquí todo vale) que por una solidez como artista, parece que no importe a nadie. O que nadie quiere que le importe. O que, importándole, incluso se haga de ello una virtud.

La mejor empresaria que ha dado el pop de las últimas tres décadas (eso sí que nadie lo puede negar) entrega nuevo disco, Hard candy. Llega con el trabajo hecho respecto a su puesta al día, ya que hace un par de años se puso celosa cuando se dio cuenta que Kylie Minogue le había apeado completamente el trono de pop-star de la década, mientras ella se dedicaba a besarse con Britney Spears y Christina Aguilera para reclamar atención. Miró a su alrededor vio como estaba el panorama y, previo hurto a Abba para adecuarse a la moda del sampleo descarado, salió un Confessions on a Dance Floor: puro revival ochenteno con algo de retraso, que la rehabilitación para el público más cultivado.

Este Hard Candy, vuelve a ser otro estudio de mercado y una nueva adaptación tardía a los tiempos. Como le ocurría David Bowie en los noventa, Madonna quiere ser moderna a toda costa, pero ya hay quien la supera de largo. No tanto por el hecho de hacerlo después, sino por no hacerlo tan bien. Y es que, por mucho que se ponga, no puede competir con los tórridos meneos de Nelly Furtado, la exposición de r&b de Rihanna ni el aroma callejero de Missy Elliott, pero lo intenta tirando de las mismas armas. Para ello se ha arrimado a dos de los actuales cracks de la producción mainstream, Timbaland y Pharrel Williams de The Nepturnes. Pero el resultado, lejos de ser un buen álbum, se queda en tres o cuatro temas para el compartimiento menos exigente del Ipod. Y poco más

El primer single 4 minutes, alimón con un Justin Timberlake metido en el papel de Michael Jackson, recuerda a la última tanda de sencillos de Nelly Furtado. Pero eso sí, con mucha menor efectividad y gancho. Lo mismo ocurre con Heartbeat. Más resultón es Give it 2 me, una eficaz pieza destinada para las discotecas dance de extrarradio equipadas de buen equipo de luces. Son la pequeña cara de una enorme cruz en la que se encuentran desde la horrible Spanish Lessons (un guiño a su público español que se debería haber ahorrado), la irritante Incredible o el innecesario cameo de Beat goes on con Kayne West.

Un disco totalmente hueco. O casi