La Voz de Galicia
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Una tarde de verano con el sol ruborizándose entre los edificios que alinean la calle comercial de una ciudad, da igual cual sea : un bulevar de Madrid, Paris o Pekin, da igual, porque el paisaje comercial que las viste es idéntico: las mismas firmas, las mismas hamburguesas, los mismo helados, cervezas, cafés y Zaras, todo es el mismo cuadro con el mismo horizonte. Únicamente algún destello de productos gastronómicos autóctonos señalan un lugar desconocido.

Esos espacios homologados de convivencia suelen perder la monotonía de su uniformidad cuando algún maletilla de alma brava se echa al ruedo para buscarse la vida o, como dice Quevedo: «con un andar solitario entre la gente, en un amar solamente ser amado».

Allá se lanzan multitudes de espontáneos vestidos de estatuas vivientes que resucitan echándoles una moneda con el enorme mérito de quien tiene que currase cada día la transformación y vivir un montón de horas transformado en pistolero, enano medieval, monstruo o Maligna. Son de admirar y merecen un respeto.

Hay otros que viven el espacio de tránsito como un plató de concurso televisivo buscador de talentos. Todas las edades y todas las habilidades: ancianos tocando el traünberei de Schumann con vasos medio llenos, cuarentones dando vida a un retablo de marionetas de teatro negro o jóvenes tocando  instrumentos y haciendo malabares ecuménicos. Todos admirables, todos fajadores, todos sosteniendo la mirada al destino sin corrérseles el rimel.

Nadie puede imaginar que la bioquímica de la lucha sea más excitante que la de la  victoria, pero la inmensa mayoría de las veces es así. Lo que nos colma el deseo  es Calipso y las sirenas, Polifemo y los lotófagos, mucho más que Penélope o Ítaca.

Intriga pensar cómo será el futuro de todos estos héroes y heroínas que puede que fichen por una productora, hagan bolos piratas de música folk o se hundan en la arena y les coja el toro, en cualquier caso, que les quiten la adrenalina de lo bailao.

En una calle peatonal de cualquier ciudad, una niña espigada de no más de 12 primaveras, con una sencilla  bata de verano, gorrito blanco engafetando una interminable trenza amarilla y unas «merceditas» rojas, cimbrea su incipiente y elegante sensualidad, coloca un bote, enciende un amplificador, desata un violín y comienza a tocar «el despacito» con aire Andante ma non troppo, sola, decidida, levitando en el aire sin perder su sonrisa eslava y sin descubrir una nota falsa en el violín. Un espectáculo espiritual de la épica urbana de nuestros días. Una ranita más braceando en la leche hasta la extenuación, hasta conseguir convertirla en mantequilla y saltar fuera de un destino mal barajado.

Cualquier parecido con la realidad es rigurosamente cierto.