La Voz de Galicia
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El cariño de unos amigos me acercó a Oviedo para escuchar a la Filarmónica de Zurich interpretar la Octava de Beethoven -esa hermana pobre del resto de las sinfonías del alemán- y la Quinta de Tchaikovsky  dirigida por Fabio Luisi, un italiano de mediana edad que dirige como hablan ellos.

La quinta sinfonía es una de mis piezas favoritas porque el sólo de trompa que ataca el segundo movimiento es de los que te paraliza y te aturde, enamorándote de quien tengas al lado, da igual que sea humano, animal o replicante.

El sonido de la trompa es un suspiro profundo y cansado de la vida que resulta sedativo y melancólico a la vez, lo más parecido a un desamor. Es un adiós después de haberte querido.

Dicen los músicos que no son ellos quienes escogen al instrumento, sino que es el instrumento quien los elige. Las trompas de Zurich expresaron bien lo que el autor de esa melodía quería que dijeran.

Tchaikowsky era un ser atormentado por una homosexualidad que no asumía y que le llevó a beberse un trago largo de agua sin hervir contaminada de cólera  para morirse como su madre. La música le sostuvo porque le permitía expresar sus emociones y emocionarse con sentimientos prohibídos, hasta que no pudo más. Los estertores de su vida fueron las trompas de la quinta y el final la sexta sinfonía, la «Patética».  «Tengo dos vidas -decía- una de hombre y otra de artista que en ocasiones coinciden…la condición absoluta de toda creatividad consiste en la capacidad de desvincularse totalmente de los pensamientos de la vida humana y atender sólo a los del artista.» Algo difícil de conseguir porque hay pensamientos en la vida humana imposibles de controlar.

Todos somos un instrumento y vestimos el sonido de una forma de ser, unos somos viento, otros cuerdas y otros percusión, a partir de ahí no hay nada escrito, cada cual escoge el suyo o el suyo le escoge a él para toda la vida.

Luego podemos tocar junto a instrumentos diferentes, pero hay algunos con los que es difícil poder componer una melodía mínimamente armónica. Hay instrumentos que se soportan amistosos pero que no consiguen ser una canción.

La orquesta de la vida normal, la de  la pareja, hijos,  familiares, amigos, compañeros, conocidos o saludados, es la que va a interpretar la banda sonora de nuestra historia. Algunas veces consiguen piezas sublimes y otras no dejan otra salida que beberte un trago largo de cólera.

En esta ocasión me enamoré perdidamente del tercer chelo -una muchacha polaca ingrávida como un junco vestido de seda- y de un señor de Mieres que tenía al lado.

Cosas de las trompas.