El mundo de cantina y cristal en que vivimos tiene sus daños colaterales. Esta semana se cobró dos bajas: La Campanario y Miguel Blesa, una en clave de amor y el otro de honor calderoniano.
Hace años que la estrella de la Campanario agonizaba, lejos quedan los tiempos en que su relación con el «im-presionante» Jesulín cebaba el mundo paralelo de los realitys, la prensa amarilla y la blablosfera de gente tan insólita como Jorge Javier -esa loca milonguera que ha vendido cien veces más libros que la última novela de Vargas Llosa y no para de enseñar el culo en las redes sociales. ¿Qué verá cuando se mira?
La Campanario no es de ese mundo y se equivocó dejándose seducir por la fama y simpatía del torero.
Pero para ser famoso hay que valer y hay que tener muy claro que uno es su personaje y va vivir con él y de él toda la vida. Ser famoso hoy es un oficio.
Cuando a Maria José se le cayó el velo del enamoramiento y vio la cara oscura de la fama se escapó a Portugal para hacerse dentista, olvidando los versos de Kavafis que alertan: «maldices la ciudad, donde quiera que vayas la ciudad irá contigo». Así que fue y regresó sin haberse ido nunca.
El malestar de la persistente realidad de la que huía y la constatación de que, aún siendo la doctora Campanario, el precio que tenía que pagar por su amor es no ser otra cosa que la mujer de Jesulín, la derrumbó.
Ese dolor sin fuga posible se encarnó en ella en forma de Fibromialgia -término acuñado por los reumatólogos pero que tratamos los psiquiatras- que conocemos desde hace mucho tiempo con otros nombre como tales como depresión enmascarada. Campanario está sumida en el profundo abatimiento que produce una realidad en la que no hay lugar dónde esconderse, ni siquiera internándose en un psiquiátrico.
En el caso de Blesa no importaron tanto las pérdidas reales como la simbólica de haber perdido el honor. Su personaje ostentaba un poder político y económico en el que si pierdes la honorabilidad lo pierdes todo. Es una muerte social.
Como buen samurai -el concepto de honor japonés y el nuestro es muy semejante- veló armas y se hizo el sepuku al amanecer con un rifle de caza.
Puede que el señor Blesa fuera un bandido pero tenía que ser un caballero para tomar una decisión en la forma y manera que sólo lo hacen aquellos para quienes «el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios». El suicidio de Blesa fue un acto lúcido y meditado, no desesperado.
Habrá más víctimas.
Luis, te sigo habitualmente en el periódico.
Esta reflexión me parece especialmente relevante.
Los dos casos son paradigmáticos del gran fracaso que puede suceder a una fama entendida del peor de los modos.
Una persona que parece escindida entre dos biografías, la unión probablemente detestada a una fama que no es propiamente suya y la soledad de una biografía que quiere hacerse personal. El nombre del cuadro, fibromialgia, no nombra propiamente más que lo que en tiempos se denominaba de otro modo.
Y la otra que sólo ve una salida honrosa. Y pasa a un acto brutal visto desde fuera, tal vez el único posible cuando lo falso se revela como tal en su peor crudeza.
Desde fuera, es demasiado fácil juzgar. Y ya nos lo dijo un sabio, «no juzguéis y no seréis juzgados».
Tú nos haces ver que, sin embargo, también desde fuera se puede juzgar sensatamente, me atrevería a decir que incluso amorosamente.
Enhorabuena por mantener esas columnas que tanto pueden orientar si uno se deja.
Un abrazo,
Javier
Querido Javuier, gracias por tu comentario al blog.
Se hace lo que se puede.
Un abrazo
Luis