La Voz de Galicia
Seleccionar página

Que la historia es una historia de redundancias y vaivenes pendulares. Que el eterno retorno existe, que las modas vuelven, que Sísifo sube la piedra que siempre vuelve a caer.

Que las guerras son las mismas como los malos propósitos que las alientan.

Que estamos en proceso de cambio de todo, de fronteras, de ideales, de dioses, de líderes, de moral, de costumbres, de ilusiones… Que hemos perdido la estabilidad y el equilibrio que teníamos con nuestros viejos modos de vida y no ha quedado otra que montarnos a lomos de unos cambios sin rumbo que aún no sabemos adónde nos llevan. Absolutamente impredecibles.

Que sin darnos cuenta nos ha devorado -como a Pinocho- una pantalla que ha cambiado todo, la forma de vivir, la forma de mirarnos, de contarnos y hasta nuestra morfología -ahora tenemos gestualidad de emoticón y nos embozamos la cara detrás de una tableta-. El cuerpo se ha reclinado hacia delante y algunos músculos inútiles empiezan a desaparecer como el dedo meñique del pie.

Esto es un rebumbio en el que se han difuminado todos los límites, desde los ideológicos hasta los musicales. Lo que valía ya no interesa y lo que interesaba ya no vale.

A algunos nos han robado un mundo que ya no tenía más recorrido, pero que no teníamos ninguna intención de destruir. No había tanto barullo ni tanta gente tatuada, no había tantos estúpidos mediáticos ni tanta banalidad arrogante. Cualquier tiempo pasado siempre tuvo algunas cosas mejores.

El derrumbe del siglo XX deja en sus cenizas algunos esqueletos que señalan que hay cosas eternas que regresarán en el nuevo mundo, por muy de Blade Runner que este sea. El péndulo volverá a oscilar y en el trayecto recogeremos los objetos de valor desahuciados.

Ya se ven señales, el auge de los discos de vinilo frente al mp3 o el Spotify es alentador; la vuelta de la estética retro señala el comienzo de una nueva oscilación.

Pero han tenido que ser los portugueses, esas gentes dignas y discretas que hacen la revolución con claveles y torean sin muerte, los que han venido a darle la toba al péndulo para regresar a gustos clásicos y viejas emociones olvidadas.

Salvador Sobral, un joven frágil y enfermizo con un pasado descarriado y voz de castrato, ha ganado por primera vez el Festival de Eurovisión para Portugal cantando en portugués una sencilla balada de amor: esa es la señal.

«Menos fuegos artificiales y más sentimiento», sentenció Salvador al recoger el premio mientras los demás contrincantes se abrazaban a sus gorilas, monstruos y peluches lloriqueando o gritando en inglés. Infantilizados de excesos, confetis, colorines y estridencias.

Enfrente, un sencillo portugués.

¡Bravo, Portuga