La Voz de Galicia
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Éche la vista atrás y piense en la cantidad de formularios que habrá cubierto en su vida. Todos tan administrativamente obligatorios como dudosos.
Nos pasamos la vida arrastrando la baba de nuestra identidad sin acabar de ver clara la necesidad de que la ingente legión de entelequias sin cara controlen todos nuestros rastros.
Esta bulimia identificadora va en relación con el desarrollo geométrico de las tecnologías de la comunicación y de lo grande e incontrolable que se ha hecho este mundo tan pequeño.
Hemos estado veinte siglos sin carnet de identidad -el primero se lo quedó Franco en 1951 y del 10 al 99 la Familia real- sin que nadie dejara de identificarnos con un simple «¿e ti de quen ves sindo? Con eso llegaba.
Aquello fue un lío enorme hasta el punto de que el 30% de los números de DNI que figuraban en las bases de datos de Hacienda en 1987 eran erróneos.
A partir de ahí se ve que le cogieron el gusto a pedirlo para todo, no sé si por venganza, soberbia o para beneficio del Gran Hermano que nos tutela hasta el último céntimo de libertad y anonimato.
Pero lo más inquietante de los formularios es que se están infiltrando en los espacios íntimos. La vida en la Red ha impuesto el formulario de una forma despótica y sin elección; hoy se rellenan formularios para cosas tan insólitas como buscar pareja, vender antepasados, comprar vicios, ponerse en el escaparate del Face boock o pagar pastillas para agrandar el pene.
Aún más, la tecnología ha impuesto tal plétora de identificadores obligados, como pines, paswords y contraseñas, que ha fragmentado la identidad del ser humano.
Muchos no saben si son ellos, su foto de carnet, su PIN, su caratula del wasap o su ocurrente contraseña -que siempre es la misma-.
Lo curioso del tema es que ninguna de ellas dice nada de quienes somos en realidad. Nadie lo sabe, no tenemos formulario para acceder a nosotros mismos. Sólo después de años de psicoanálisis puedes llegar a saber con suerte, lo que no eres.
Me molesta rellenar formularios, pero lo que más me abruma es desplegar la pestañita del menú de turno que pone «año de nacimiento», y sentir el sudor frío del paso del tiempo mientras le doy gas a la rueda del ratón hasta encontrar mi quinta. A cien millas de ratón.
Nada verdaderamente importante precisa de formularios.
No hay formularios para salir del infierno ni para entrar en la Gloria, no hay formularios para enamorarse ni para borrar errores.
Tampoco para la amistad, siempre que no sea la de mentira de las redes sociales, tan banal, como una contraseña falsa.