La Voz de Galicia
Escritos de Galicia y resto del planeta
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Leeds. Una de dos: o se es un inconsciente o se tiene un gran espíritu aventurero. Y en vez de irse por el Sahara adelante a ver si uno se encuentra a la tropa integrista, coge un avión o un coche y se va a Leeds.

Porque Leeds recibe al viajero de la misma manera que lo despide: con ruido, mucho ruido, ya que no hay calles, hay carreteras. y miles de coches, claro.

«En fin, nadie es perfecto», me consuelo. Así que llego malamente al hotel… donde no tienen aparcamiento. Y en la calle no es posible. Pero sonrío cuando me señalan que justo en frente -gran vía por medio- hay un párking, para llegar al cual procede dar una vuelta de no te menees.

Paciencia, y diez minutos después allí apago el coche. Eso sí, hay que pagar con el teléfono, porque parece ser que es obligatorio que todo el mundo tenga móvil. Sencillo. Llamo y lo intento. Una y otra vez. pero mi móvil -por ser español o por ser directamente una porquería- está switch off, así que no queda otra que arrancar.

El GPS echa humo cuando, casi una hora después, encuentro un aparcamiento. Tengo que subir por estrechísimas y rozadas rampas hasta el piso 16, donde, claro, no se puede pagar con tarjeta puesto que la máquina está estropeada. En el 15 no, así que me gasto las 11 libras, me cargo con las dos mochilas y empiezo a caminar el casi kilómetro que me separa del hotel, adonde llego con los oídos zumbados de tanto ruido y dando gracias al de Más Arriba porque no me he roto la pierna al pisar por encima de toneladas de hojas convertidas en informe masa que nadie limpia.

La sonrisa de la recepcionista no apaga mi enfado, y cuando el wifi no funciona ya ni me inmuto.

Me tomo un sándwich como única comida a la hora a la que muchos británicos empiezan a preparar la cena, me armo de valor y me dispongo, entre la oscuridad que viene y el frío que ya llegó, a acometer los 800 metros cuesta arriba que me separan del lugar donde daré la conferencia, si es que el temporal de viento no me arrastra.

Y sólo me viene a la cabeza un pensamiento: «¡Dios mío, no me dejes morir en esta ciudad tan horrible a la que no pienso volver jamás!».