La Voz de Galicia
Escritos de Galicia y resto del planeta
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Spaldwick. Me refería ayer de pasada a los cementerios ingleses. Nada que ver con los españoles, pero me pregunto cómo es posible que sean tan pequeños. Porque el número de tumbas parece reducido, por mucho que vivan aquí. Pero los tienen como algo cercano, en tierra, integrados en la villa, se pasea entre ellos, no hay sensación de encontrarse en un lugar siniestro. Los muertos están presentes y, desde luego, yo si estuviera muerto -que todavía no lo estoy- estaría encantado de que de vez en cuando algún amigo pasara por allí, en vez en ocupar uno de esos terroríficos nichos. Uno se siente cercano a esa persona cuyo nombre consta allí y a la que, por supuesto ni conoció ni, claro está, conocerá. Y yo me emociono cuando veo las frases que sus deudos han querido dejar para la posteridad, o la tortuga sobre la tumba de esa niña -ahí se me forma un nudo en la garganta-, o el libro (desde luego, no de papel) con algún mensaje para el finado y también para los que nos llegamos allí. Ya no digamos los árboles plantados sobre los ataúdes de tal y cual, y la referencias a que, con 20 ó 30 años de diferencia, fulano y mengana han vuelto a reunirse para la eternidad. Esto último me hace tener que reprimir las lágrimas, y no soy de lloro fácil, no.

Sólo encontré un cementerio descuidado, y no logro entender por qué ni Maud ni Darrell me supieron explicar el porqué: el de Spaldwick. Las fotografías lo dicen todo: