La Voz de Galicia
Libros, música y seres humanos
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Tenía las uñas azules como el cielo y nombre de río en las montañas y algo de pájaro en la cara. Y había sido madre de tres hijos. Vivía en aquel ático desde el que veía a los yonquis con la mirada perdida entre los árboles de la plaza. Su marido se fue con otro. Pero esa es otra historia. Se fue como los profesionales. Salió del armario, se fue a por tabaco y nunca volvió. Ella era pintora de una lienzos enormes, marcada por la luna. Tuve que ir a entrevistarla y me hizo café mientras tomaba un té. Un compañero me había contado su vida, pero yo solo tenía que preguntar por sus cuadros.

Es una mujer increíble. Tiene una energía que no sé de dónde sale. Sobre todo, después de lo que ha tenido que vivir. Fíjate que su marido la abandonó, al cargo de tres niños. Los sacó a adelante. De la mejor manera. El mayor, otro torrente de energía, ganó premios como fotógrafo. Era un cazador de imágenes. Le daban igual los periódicos que las galerías. Siempre estaba en marcha. Y tenía aquella ilusión de ir a una guerra. Una ilusión tonta. En las guerras solo se ve lo peor. Pero él quería estar allí. Y fue en una guerra donde le pegaron un tiro. Una bala perdida lo mató. Su madre se acuerda de la llamada terrible. De colgar el teléfono y sentir un silencio grande y de leer en un periódico que estaba tirado sobre una mesa que un tren había descarrilado en una estación de Francia y la máquina y los primeros vagones se habían caído desde una altura como de un primer piso a la calle, tras atravesar el vestíbulo. Un milagro, nadie había muerto. Se acuerda de la foto del tren derruido y de que se leía Gare Montparnasse. Su otro hijo varón, su segundo hijo, era una fuerza bruta. Nunca quiso estudiar y su única inquietud eran las mujeres, unas tras otras. Era grande y bello. Y trabajaba sobre un andamio. Se bebía la vida como las cervezas. No le gustaban los planes. Su madre creía que, con las mujeres, se vengaba de su padre y que era también por el padre desaparecido que nunca quería tener hoja de ruta. Pero hay vidas marcadas por la tragedia y esta vez fue su hija quien la llamó.

-Mamá, no sé cómo decirte.

-Qué pasó.

-Se cayó. Bruno se cayó del andamio. Está muerto, como Manuel.

Y un dolor se mezcló como el otro y, para madre e hija, las pérdidas se multiplicaron como una explosión atómica. Ella dejó de pintar. La única vez que dejó de los pinceles sobre el suelo.Mi compañero de redacción cogió aire para contarme el final de la historia, el golpe definitivo. Le prestó su voz a ella. La vi unos años después y me contó:

“La vida me ha maltratado, pero nunca quise dejar de mirarla de frente. Miento. Perdí las ganas de vivir después de perder a mis dos hijos varones. Pero me fui reconstruyendo como una casa en ruinas cuando mi hija, ya mi única hija, quedó embarazada. Tuvo un embarazo complicado y entendí que, más que nunca, me necesitaba como aquella madre que había sido, incandescente, me decía. Y llegó el niño de forma prematura y solo quedó el niño. Un varón que lloraba y gritaba. Primero pensé que lo iba a odiar siempre y luego, mientras enterraba a mi hija, comprendí que aquel niño era ya lo único que me unía a la vida con todas sus contradicciones, al miserable hecho de existir. Cuando enterré a mi hija también le daban sepultura también a un poeta que escribía mucho sobre árboles y sombras. Cuando enterré a mi hija no quise más explicaciones sobre nada. Metí un dedo entre la mano del pequeño y noté su calor. Era cuando las cobras mudan su piel y los estorninos buscan climas más cálidos. Volví a pintar y todavía estoy con ellos, de vez en cuando. Al soñar, los veo conmigo, tan claros, como si aún viviesen”.

Y yo tenía delante a aquella mujer prodigiosa. Y me daba la sensación de que a mí no me había pasado nada en la vida. Y ya no me importaba la pintura. ¿Para qué hacerle preguntas sobre cuadros? ¿Sobre el significado del arte?, mientras el otoño de Madrid aullaba como el metro contra los ventanales de aquel ático su carácter salvaje, lunático, fuera de control.