La Voz de Galicia
Aprendiz de madre
El blog de la crianza y la conciliación
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Hoy hace apenas dos años que me convertí en madre. Montserrat nació  a las 2.20 de la madrugada de un lluvioso viernes de abril tras 18 intensas horas de trabajo de parto inducido.

Me enteré de mi embarazo después de más de un año de intentos y de una larga lista de resultados negativos. Me realicé la prueba casera un viernes por la mañana y al ver las dos rayas mágicas en ese intenso tono rosa me puse a llorar en el baño. Desperté a mi esposo con la cara bañada en llanto y él me abrazó emocionado preguntándome si estaba segura. Acordamos no decirle a nadie hasta relizarme una prueba profesional en un laboratorio, pero ese día mi padre lo estaba pasando un poco mal y decidimos arriesgarnos y endulzarle el día con la noticia. No puedo describir la cara que puso, los ojos se le iluminaron como una mañana de verano y una sonrisa perenne apareció en su rostro. «Hay que contarle a tu madre» gritó emocionado. Ni que decir que toda la familia se puso feliz ante la esperada noticia.

El mío fue un embarazo cortés. Sin náuseas, ni vómitos, ni calambres… ni siquiera antojos. Todo se complicó cuando tras realizarme el test de O`Sullivan detectaron que podría padecer diabetes gestacional. A partir de ahí las visitas al gine se hicieron  más frecuentes y me pusieron en la penosa lista de los embarazos de alto riesgo. Alto riesgo. Cuando escuché al ginecólogo decir esas temidas palabras sentí que la tierra se abría bajo mis pies. ¿Qué significaba eso? ¿Que la vida de Montserrat corría peligro? Me sometí a una larga lista de estrictos cuidados  y visitaba la consulta semana tras semana.

El médico me explicó que todo podría complicarse si la beba cogía mucho peso. Cuando aún faltaban algunas semanas para el esperado parto me hicieron una de las tantas ecografías y el médico dictaminó que debían ingresarme para monitorear a Montse. Fue terrible porque ni siquiera me dejaron ir a casa a por mis cosas. Después de la revisión me asignaron una habitación y me quedé allí al cuidado de las enfermeras. Ya me habían realizado todas las pruebas realizables, incluida la de la epidural, aunque mi exagrado temor a las agujas me había llevado a decidir que no me la pondría jamás. Tan solo de imaginar que me introducían esa finísima aguja en la espalda me ponía los pelos de punta.

Después de varios días «de vacaciones» en el área de alto riesgo, en cuyos pasillos conocí a mujeres muy interesantes en la misma situación que yo, me trasladaron al paritorio la mañana del jueves 10 de abril. Lo primero que hice fue llamar a mi madre para tranquilizarme escuchando su voz.  Ella y mi padre me daban ánimos pero sé que en el fondo estaban tan nerviosos como yo por el bienestar de su nieta.

Después de varias revisiones y tras conocer a la matrona que me atendería me crucificaron los brazos con las vías necesarias para afrontar las posibles urgencias. El aprendiz de padre estaba ahí como un valiente intentando animarme en todo momento pese a que en los ojos reflejaba el miedo ante lo que  pudiera pasar. Por la ventana de mi habitación veía la lluvia caer y a la gente apresurar el paso bajo los paraguas mientras que en silencio le pedía a Dios  que todo saliera bien.

«Lo más deseable es el comienzo espontáneo del parto aunque hay circunstancias de tipo médico u obstétrico que aconsejan la inducción» amenazó la matrona con su cara resplandeciente de veinteañera recién duchada. «En su caso tendremos que utilizar oxitocina y, probablemente, romper artificialmente la bolsa si el trabajo de parto no evoluciona como esperamos». La mujer continuaba explicando con los habituales tecnicismos mientras yo intentaba asimilar que mi parto no sería natural como lo había soñado. «… lo importante es evitar a toda costa el sufrimiento fetal por lo que tampoco descartamos una cesárea», me decía aquella lejana voz. ¿Sufimiento fetal? Después de escuchar aquello firmé sin pensar todo los papeles que pasaron por delante ante la mirada atónita de mi esposo.

Y así comenzó la primera de las 18 horas que precedieron la feliz llegada de mi amada hija. Mientras por las venas de un brazo me corrían los chorros de oxitocina por el otro entraba el suero y la insulina para evitar que me subieran los niveles de glucosa en la sangre.

Y como no podía ser de otra manera -ya me habían advertido que las contracciones falsas que provoca la oxitocina son mucho más dolorosas que las naturales- terminé pidiendo a gritos la epidural. Después de cuatro intentos pudieron colocar la aguja para suministrar la bendita anestesia que hizo que todo pareciera más fácil en el quirófano, donde una ginecóloga, dos enfermeras, una matrona y un pediatra me recibieron sonrientes tratando de tranquilizarme.

No sentía las piernas. Y el parto resultó complicado pese a que pujé  con todas mis fuerzas durante cada contracción. Tuvieron que ayudarse con espátulas y la cabeza de Monse sufrió las consecuencias. Finalmente nació y al ver sus ojos grises me hipnotizaron. Los tenía muy abiertos y miraba alrededor sin entender que sucedía. Fueron solo algunos segundos porque el pediatra se la llevó para hacerle el test de Apgar en el que sacó su primer sobresaliente.

Fue el radiante padre quien la puso en mis brazos por primera vez. Me pareció la niña más hermosa del mundo y en ese momento le prometí en voz alta que la amaría para siempre.  Hoy cumplió sus primeros dos años de vida y me siento sumamente dichosa de estar a su lado, donde espero permanecer por mucho, mucho tiempo.